Resulta evidente que la escuela está en un proceso de transformación. Hacia dónde es algo más difícil de precisar con exactitud. Lo bueno del asunto es que, por norma general, dependemos solo de nosotros para hacer una escuela mejor a corto, medio y largo plazo. Sí, solo nosotros. Lo malo del asunto es que, paradójicamente, solo depende de nosotros. Y menudos somos nosotros. Mejor que se ponga el casco la llamada transformación educativa.
Pero esto, aunque no lo parezca, es una publicación optimista: creo profundamente en la profesionalidad del docente. Y es que esencialmente falta tiempo: tiempo para hablar, para discutir, para descubrir, para descubrirse. Falta ese tiempo tan necesario para construir y reconstruir lazos profesionales y personales, en algunos centros muy maltrechos. Falta tiempo para ayudarse mutuamente, para aprender a colaborar. Para convencer a los incrédulos. Falta tiempo para desterrar la figura del llanero solitario. Falta tiempo, en definitiva, para darle sentido y forma a un compromiso colectivo que la escuela reclama de manera urgente.
Más allá de los contenidos concretos, los intereses, ideas y problemas de un profesor de matemáticas o literatura son muy comunes al de filosofía o el de educación física. Solo hace falta mirarse a los ojos, atreverse a verbalizarlo, ser generosos y ponerse a trabajar juntos… Resulta difícil, lo admito. Conseguirlo suena en muchos casos a utopía de escuela elegida (y por lo general de pago)… Y además luego queda convencer a la jefatura de estudios para que se libere una hora por cada cuatro o cinco que uno va a poner gratuitamente. Porque sí, muchos las ponen. Otros no. Pero con un profesorado involucrado se ponen. Sin duda. Pero ha llegado el momento de parar, creer y crecer sobre este diálogo.
Sustituidas por una alienante burocratización del trabajo, la cultura del diálogo y por ende la calidad democrática de nuestros centros han sido una de las grandes damnificadas en los últimos años. Democracia y diálogo son palabras que han quedado vacías de significación real. No hay más que ver en qué se han convertido los claustros. Sin embargo, hay algo todavía más preocupante: ser ajenos a lo que ocurre fuera de las puertas de nuestros institutos. Tomémoslo como una oportunidad para recuperar el sentido a esas palabras, de dar ejemplo a nuestro alumnado viviendo de verdad el diálogo y la democracia. Aislarse, callar y acallar lo que ocurre en nuestra sociedad por miedo a enfrentarse a un conflicto de mayor envergadura intramuros no solo parece contraproducente para nuestra praxis docente sino que demuestra poca valentía. Y la escuela necesita hoy por hoy mucha valentía.
Recuperar la democracia y el diálogo en nuestras aulas supone dar la vuelta a la escuela tal y como la conocemos hoy en día. Los roles de los actores implicados cambiarán. De hecho, ya lo hacen. Así pues, dirijamos nosotros ese cambio de rumbo en lugar de que otro nos lleve. Asimismo deberán cambiar la organización, los espacios y tiempos, las relaciones y jerarquías entre los miembros de la comunidad educativa. Y por descontado cambiará el currículo, la metodología, la evaluación. La redefinición de estos elementos choca frontalmente con la caduca estructura y organización de buena parte de los centros de la actualidad. Y es que no es viable redefinir la escuela con la misma estructura que tenemos hoy. Redistribuir la capacidad de decisión real entre el profesorado y, ¿por qué no? alumnos y padres ya no es un mero ejercicio de estilo democrático, es una necesidad palpable para lograr un buen y eficiente funcionamiento de los centros.
Y sí, siempre habrá docentes con un «No» para todo. Al igual que habrá directivos, inspectores, padres y alumnos. Pero eso ya lo sabemos: no todo el mundo entiende por igual la escuela ni tiene el mismo compromiso con ella. Ahora bien, ¿acaso eso tiene que pararnos? Otros ya lo intentan. Así pues, lo que nos ocupa no es cuestión de voluntarismo, sino de obligación.
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